Anoche me fui a la cama después de tomarme un Lexotán. La verdad es que mi lado yonqui es casi inexistente (alguna fumadita simpática se me cruza de pronto en el camino, cuando el cerezo de mi jardín se pone a dar aguacates en lugar de cherry blossoms. Imaginen, entonces, la triste frecuencia de la fumadera). La cosa es que el hecho de pasar una semana entre aviones, camiones y camionetas; de decirle adiós a Nueva York –después de dos años– por todo lo alto y llegar en vivo al DF; de pasar por Acapulco, Guanajuato y volver para reincorporarme a la vida godín en menos de siete días, ameritaba unos buenos tres miligramos de Bromazepam, patrocionados por mi abuela, para aminorar el telele.
Si bien estoy acostumbrada al ajetreo que caracteriza a dos de las ciudades con mayor movimiento en el mundo, este último mes fue una reverenda pasada: entregas finales, tesis, lecturas, colaboraciones a distancia, mudanza, despedidas, problemas familiares y confrontaciones existenciales (porque, ah, cabrón, cómo se vuelve uno experto en montarse videos cuando la incertidumbre post MFA se presenta, intempestivamente, con nombre propio y un cinismo digno de aplaudirse, para preguntar qué fregados va a ser de tu vida ahora que te graduaste).
La situación de anoche terminó de la siguiente manera:
–Má, no seas malita y pídele una pasti a mi abue, que siento que traigo tres cabras colgando del cuello y, o me las agarro a putazos y corro el riesgo de que las mías huyan despavoridas en un acto solidario con las que no me pertenecen, o acabo desnucada directamente.
(Sentir la necesidad de caer en un sueño profundo; lograr que mi reloj biológico se detenga por completo. Hibernar. Reiniciarme.)
Así desperté la mañana de hoy: en ceros. Sin saber si quien dormía junto a mí era Mayte (NY), Ivana (Acapulco), Rana (México) o un íncubo de esos que pienso que me visitan cuando se me sube el muerto por las noches. Si trinaban los pájaros sobrevolando el ciprés que mis papás plantaron cuando nací, o los zanates intentando tirar los cocos de las palmeras guerrerenses, o las palomas tempraneras anunciando el amanecer en mi ventana del East Village. ¿Tenía que vestirme para ir a clase de yoga, a la agencia, a entregar el carrito del catering de los jueves a 19 University Place? Sonó el teléfono antes de que pudiera despegar los párpados:
–Nenita, ya se te hizo tarde para ir a ver a Nora, la dentista.
–Ah, dentista, sí. Soy un zombie, má. Esa madre me tumbó. ¿Café primero? Creo que me terminé la pasta de dientes anoche. ¿Me regalas? No creo poder manejar.
–Yo manejo y te espero afuera. Como cuando ibas con el doctor Rotberg, ¿te acuerdas?
–»Quiero que tu cintura no crezca más de un centímetro en los próximos dos meses. Sí, y también que me permitas lavar tus calcetas en mi nueva lavadora». Es de un cuento que viene en el libro que te regalé. Llévatelo al consultorio.
– Estás en otro planeta, mijita. Tómate un litro de agua de hidalgo y métete a bañar. Nos vamos en quince minutos.
Una vez recostada sobre la silla de la dentista, me puse a pensar que uno no sabe lo que implica cambiarse de ciudad hasta que se ve envuelto en el desmadrito, en principio muy prometedor, pensando que es algo así como un boleto a la felicidad absoluta. Uno tira la moneda al aire y el volado lo convierte, automáticamente, en un blanco perfecto para absorber las inmundicias del nuevo destino. Recuerdo que cuando llegué a Nueva York lloré todos los días durante un mes. Me frustraba no encontrar una décima de empatía en los rostros de la gente; me paralizaba al ver a las ratas en las vías del metro –o incluso en los andenes– casi conviviendo con los pasajeros. Hasta la fecha llevo en la cabeza la imagen de un vagabundo que intentaba ocultar sus antebrazos –sin espacio para un pinchazo más– tirando de las mangas de una sudadera bañada en sangre y mierda. Ese día me di cuenta de que debía dejar de ser una novatita vulnerable, montarme a hierro en mi macho de neoyorquina y dejar de mirar: bloquearía a los transeúntes, a los roedores, a los limosneros, a los adictos, a los taxistas malhumorados, y volcaría toda esa angustia en comer, respirar y funcionar en fast forward para bloquear, así mismo, mi lado blandengue.

La vaina, como dicen mis besties colombianos, es que me fui volviendo dura sin darme cuenta. Me quebré, después de ese primer mes de lágrimas incontrolables, tres veces más en dos años. Sólo tres. Y hasta ahí: insensible a full. Práctica. Hija de puta. «A mí Nueva York no me come», decía. «A mí nadie me instala en el estereotipo de rubia y pendeja. Aquí nadie se va a poner a cuestionar mi inteligencia. Aquí yo elijo, exploro y domino». Para tal efecto, claro está, había que construir un microcosmos (uno no puede pretender abarcarlo todo de golpe). Y así lo hice. Me dediqué a ponerle loza, sistema eléctrico, puertas, tuberías y a decorarlo con la dedicación con la que se decora una casa: mi roomie, mi rutina, mis manías, mi selecto grupo de amigos, mis expediciones gastronómicas, mi constancia para todo lo que tuviera que ver con el máster, mis episodios catártico-obligatorios-semanales-por-dios-benditos, mis días tirada en la cama (instalada en el papel de poeta maldita, escribiendo, flagelándome, disfrutando el proceso), mi música interior, mis bailes en la regadera, mi fascinación por las mentes brillantes de mis colegas latinos, mis escapadas repentinas de fin de semana.
Pero el microcosmos debía llegar a su fin, y conforme se acercaba la fecha para volver al DF, empecé también a volver a mí. Desbloquear lo que al inicio me dañaba fue reconocerme en el mismo cuerpo, pero en un nivel distinto. Tal vez más madura y menos frágil. Tal vez más «Ana Carina» que «Ana» a secas. Nueva York no te prepara para regresar a casa, pero te curte con la velocidad y la fuerza de una cámara hiperbárica. Y para eso, lo mejor es estar a las vivas igualmente.
Nora me ofreció llevar a cabo el procedimiento sin anestesia y yo le dije que sí. «Porque ahora soy de piedra», repetía para mis adentros. Y entonces, cuando la fresa entró en contacto con mi muela, mis lagrimales se desbordaron sin previo aviso. «¿Te duele, Ana? No tienes que aguantarte». Moví la cabeza hacia ambos lados para darle a entender que lo que sentía no era dolor propiamente. Cerré los ojos. Seguí llorando. Mi lado sensible siempre estuvo ahí, por más que el pragmatismo me hubiera embargado a últimas fechas. No me endurecí. Crecí, evolucioné a través de mí y a través de otros.
Me gusta la persona en la que me he convertido. Me gusta permitirme esto de ser chillona de nuevo; sólo que esta vez desde un mejor lugar: años luz más lejos del banquito endeble sobre el que me tambaleaba en el 2011. Desde aquí el mundo se ve mucho más claro, aunque, ojo, «más claro» nunca ha sido ni será sinónimo de «más feliz». La gran manzana me abrió los ojos y yo le di una mordida perfecta en agradecimiento.
A pesar de las huellas humanas que a veces, incluso, la revientan; a pesar de tantas corrientes y venas polícromas que la hacen latir durante las veinticuatro horas del día sin descanso aparente, NYC tiene pinta de ser la ciudad ideal: aquí, por cada culo que quiera desentenderse y volar, hay un millar de papalotes disponibles…

¡aplausos!
¡gracias por las porras de siempre!
Escribí tres veces y borré… mejor imagina un gran elogio de mi parte hacía tus huevotes y tu deliciosa narrativa. Seguro a tu creatividad le sale mejor que a mí. Bienvenida de vuelta.
Qué lindas palabras. Gracias, de veritas.
Una vez más, leo y sólo puedo decir: Genio!!!
❤
I feel you. Y te siento, Ana Carina.
Ni manzanas ni fresas (dentales) pueden contra ti, pero no por ser una hija de fruta, sino porque tienes claro que no es una batalla, es un camino.
Te abrazo.
Soy tu fan. Y acá en NY siempre tendrás un lugar en donde dormir después de que pasemos horas bailando y cantando rock argentino pasado de moda a todo pulmón.
¡Ay!, ¿quién te ama? Yo también soy tu fan. Y te debo una carta, no lo olvido. A lot to tell and share. ❤