09.02.17
Sídney, NSW, Australia.
Tres días en Sídney han sido suficientes para entender que la baja concentración de ozono en tierras australianas, aunada a las temperaturas de verano, es una realidad y que mi cuerpo entero podría incendiarse a la menor provocación.
Óxido de zinc, escudo hípster de los cueros blandengues, ampárame.
Tres días fuera de casa y 17 horas de diferencia con el mundo que habito, han bastado para saber que es imperativo echar mano de la alarma por las madrugadas, si lo que busco es que el sol no me alcance en este afán de seguir sumando kilómetros alrededor del mundo. Tres días en la ciudad de los casi cinco millones de habitantes me han mostrado que lo correcto es rebasar por la derecha y que trotar con audífonos –con las olas rompiendo a la izquierda– es tan estúpido como ir a un buen concierto y taparse los oídos. Empiezo a sentirme cómoda con los inquilinos de esta ciudad y con su envidiable facilidad para deslizarse por lo cotidiano mientras se ejercitan. Con suerte terminaré este viaje lista para iniciar un romance con mi propia cotidianidad.
Emprendo la carrera de Ben Buckler a Coogee: acantilado tras acantilado, el lodo que en otra vida fue arena y también agua salada, mis rótulas cadenciosas, las melodías que entona el viento, los corredores contra el reloj del amanecer. Playa tras playa, de bahía pequeñita en bahía pequeñita –alguna más poblada que otra–. Cojo impulso gracias al viento y a la amenaza latente del sol de las 6 am. Trance: el del sudor y el ritmo, el de saberme extranjera mas no ante las miradas ajenas, el del primer kilómetro en los Icebergs y el del segundo en Tamarama, y el del tercero en Bronte. Y en el kilómetro cuatro, como en una formación casi biológica –frente al mar–, los muertos: tendidos todos sobre la hierba que las tormentas nutren, próximos a sus tumbas –a sus ángeles de piedra blanca, sus cruces, sus mastabas y sus mausoleos a escala-, observan el bamboleo de lo que no podrán tener.
Disminuyo la velocidad y les sonrío. No sé si logro una sonrisa franca o si me he empantanado en una mueca.
Aquí las almas se entregan al azul.
El piélago las seduce.
Asiento porque en casa me enseñaron que asentir es reconocer la presencia del otro. Intento sonreír una segunda vez. En este suelo sagrado, jardín de lo invisible, el censo excede la dimensión de los vivos. Acelero el paso y me encuentro con una tal Mary Hayes, con los ojos de Francesca LoSchiavo, de Thomas y Catherine Bray. Me miran los nacidos en 1833, en 1912; los acaecidos en el 2015 y en el año ’99. Me miran los niños, los que murieron de amor, los que eligieron morir, los inmigrantes.
Suelo sagrado, jardín de lo invisible, yo también quiero que me arrullen las olas aunque no pueda tocarlas. Quiero la brisa a sol y a sombra. Quiero que los visitantes me lean, que se detengan frente a mi lápida y pronuncien mi nombre, que se hagan la señal de la cruz. Quiero la piscina de sal, los perros y los peces. Quiero a los fotógrafos retratando a sus novias. Quiero morir aquí, donde no huele a viejo ni a muerto. Aquí, ahora, en ropa deportiva, con cuatro kilómetros a cuestas, quiero que el futuro me alcance y me encuentre un hogar de mármol blanco con vista al mar.