
En el salón común de la casa hay una sola foto. Es la única imagen en la que aparecemos los siete: papá, mamá, AC, AS, AI, AA y Rana. Sin temor a equivocarme, todos salimos horrendos: el día anterior me había cortado el pelo y el famoso bob de Victoria Beckham era algo más parecido al peinado del Príncipe Valiente. AS venía de su décima sesión de bronceado y su color zanahoria era tan cegador, que hizo que mamá y AI salieran con los ojos cerrados. Por alguna razón, mi papá estaba tan hinchado que parecía Earl Sinclair y AA, uy, ¿qué decir de AA? Víctima de una pubertad desmesurada, era biológicamente imposible que saliera bien en una fotografía durante, al menos, dos años más. En esa foto, Rana tampoco salió bien librada del flash: me miraba con ojos de «para ya, por amor a dios, con esa obsesión de sentarme como si fuera una niña». Supongo que le molestaba pensar que sus chichitas formarían parte del cuadro familiar.
Todavía no sé qué hacer con los lentes de contacto que eché a perder de tanto llorarle desde la mañana del miércoles 10 de junio del 2015. Nunca, ni con la muerte de mi abuelo, había usado tantos pañuelos desechables. Tampoco sé dónde poner el único pelo suyo que se quedó adherido a mi suéter cuando le dije que volvería a acariciarla en menos de 24 horas. No sé si decirle a mi mamá que es momento de resanar la pared que le encantaba rascar o de mandar a lavar el sillón verde sobre el cual esperaba pacientemente, a que volviéramos, cuando la dejábamos solita por unas horas. Estoy a dos segundos de decirle a mi papá que vendamos la casa, a la chingada, porque todo en ese lugar está lleno de ella.
Cuando tenía 21, o más bien, cuando despertaba entre borracha y cruda cada fin de semana –porque «juventud, divino tesoro»–, la sacaba de entre las sábanas y le decía: «Ve a la cocina, anda, y pídele a Epifania que me prepare un Clamato con cerveza. Que lo mezcle en un termo y lo meta en una bolsa. Así es más fácil que lo arrastres hasta acá. Y no olvides los hielos». Nunca logró ese cometido, pero me velaba la resaca como nadie. Se bajaba de la cama de vez en cuando a comer algo y a tomar agua; salía a la terraza a darse un baño de sol, después volvía para amoldar su cuerpo al mío. De vez en vez me lamía la cara para asegurarse de que estuviera viva; luego se desmayaba a causa del olor a tequila que yo despedía en cada exhalación. No sabía dar la pata, pero tenía la fórmula exacta para llenar mis vacíos.
Ayer la abracé hasta que me quedé sin fuerzas. Le hablé en voz alta, con una claridad que se apoderó de mí desde que la visualicé, a lo lejos –tendida sobre la mesa veterinaria–, tapadita hasta el cuello con la cobija de flores que tanto le gustaba. De lado, como cuando pegaba su pancita a mi espalda antes de dormir. Se le veía en paz. El día anterior había estado con ella un buen rato, 15 horas después de la cirugía a la que sobrevivió como una guerrera. Cuando nos despedimos le dije en voz bajita (recuerdo mis palabras como si las estuviera leyendo): «Si estás muy cansada, mi niña, si tienes ganas de irte, puedes hacerlo. No tengas miedo. Aquí estoy, má. Si decides quedarte, te veo mañana. Te amo con todo mi corazón». A las 7 a.m. del día siguiente me llamaron de la veterinaria para informarme que mi Ranita había fallecido. Salí sin lavarme los dientes, sin brasier, manejé como pude hasta Almendros para recoger a mis hermanas y a mi mamá. Nos fuimos despidiendo una a una. Al final, me quedé sola con ella. La destapé un poco: le besé sus pequitas, su panza, su herida la cara el hocico las pestañas los dientes las patas el cuello las orejas. Le acaricié la cabeza, después el lomo: de un lado hacia el otro, otra vez y una vez más y, así, hasta pegar mi nariz a su cuerpo y aspirar tantas veces, que deseé que se me acabara el aire para quedarme únicamente con su olor. Le repetí hasta el cansancio que había sido mi mejor maestra. Le hablé y le hablé, y le hablé. Abrí uno de sus ojos para asegurarme de que ya no brillaba como antes: se lo volví a cerrar con sumo cuidado, la abracé de nuevo con ganas de quedarme ahí para siempre, y me marché después de confirmar que mi bebé ya no estaba en ese cuerpo.
A los 26 me fui a estudiar a otro país. El día en que salí de la casa con mis maletas se sentó bajo el marco de la puerta principal. Cuando me subí al coche se dio la media vuelta y, sin dramas ni chantajes, me regaló dos años de libertad. En mi pasaporte hay 20 sellos que corresponden a mis entradas a los Estados Unidos en un periodo de 24 meses. Ahora entiendo por qué no mostró ningún tipo de emoción cuando partí: los perros sienten las despedidas y, claramente, mi viaje no era un adiós definitivo. Ah, pero ¿qué tal cuando venía de visita al DF? Fiesta, llanto incontenible, sus famosos sprints de la felicidad, saltos, poses para la cámara, lengüetazos, lengüetazos, lengüetazos. Con el paso del tiempo, AI se convirtió en su segunda madre: la acompañaba en sus jolgorios caseros, aspiraba las papas y los cacahuates que caían al piso en las reuniones y se quedaba con ella en la cama al día siguiente, justo como lo hacía conmigo. A mi regreso le apodaron la traidora porque, cuando reaparecí en escena para quedarme, no había nadie que le importara más que yo. Y eso me hacía feliz.
Uno se despide, espera a que le entreguen las cenizas, hace una ceremonia en el jardín de su casa ¿y luego?, ¿luego, qué? ¿Escribe?, ¿vuelve al trabajo como si nada, porque hay personas para las que un perro es sólo eso y la muerte de un animal no justifica una ausencia laboral? Y si la justificara, ¿qué? ¿Uno se queda acostado en la cama, como un trapo, se deprime y entonces debe acudir al psicólogo? ¿Vive su duelo, o sea: niega, se encabrona, pasa de la culpabilidad a la tristeza y luego da un brinco a la aceptación? No. Ésas son chingaderas. ¿Por qué uno no puede estar bien y ya? Si sé que debía partir y que ella eligió el momento para irse; si nos despedimos con tanto amor y desde hace un tiempo me he jactado de ser una mujer sin apegos, ¿por qué sigo aullando sin poder descansar?
Su primer collar lo dejó a los 6 meses. Al año ya había alcanzado el tamaño propio de su raza: era una schnauzer sana y fuerte. Le compré, entonces, un collar de piel con aplicaciones florales, su nombre estaba grabado con letras rosas en un corazón de metal (más cursi y me ahogaba en mi propia miel). Mi papá empezó a enamorarse de ella y regresó de uno de sus viajes con otro collar. Negro, de gamuza, con cristales de Swarovski, para que –según él– lo usara en eventos importantes. Faldas, vestidos, camisas tipo polo, sudaderas, tank tops; todo lo que le comprábamos se iba directo al cajón. Pronto entendimos que no le gustaban los disfraces, ni las crinolinas ridículas, ni las bandanas, ni los moños, ni las camisetas de la Selección Mexicana. Cada vez que hacía frío le poníamos un suéter naranja al que por fin le dio el sí y que rellenaba, gustosa, con sus 11 kilotes. Comenzamos a darle Obesity, un alimento para canes gorditos que despreció por un buen rato, pero al que finalmente le agarró el gusto. Después cambiamos a Hepatic para estabilizar su hígado. Cuatro años después la llevé al veterinario con el suéter naranja que ahora usaba todos los días, porque tenía frío todo el tiempo. Le sobraba tela por todos lados. Se le veían todas las costillas. Rana pesaba 5 kilos y medio, y todo, para mí, formaba parte de un mal sueño.
Ayer por la tarde descubrí a mi papá en el jardín, con jeans y t-shirt, cavando un hoyo cerca del árbol que plantó cuando nací. Le expliqué que no íbamos a enterrarla, sino a incinerarla, pero que el suyo era un gesto hermoso y que seguramente esparciríamos un puñito de cenizas en la fosa. Me encomendó seriamente que mandara a hacer una lápida en donde se leyera muy claro que Rana había sido educadora de la familia AG. Y que comprara flores. Muchas. Todas las que cupieran en mi camioneta. Después se dirigió a Pancha, la rottweiler que rescatamos hace un año, y le dijo: «Rana ya se fue. No vuelve».Yo me limité a llorar, pero no a llorar como lo hice cuando me avisaron que Ranita había fallecido –no con berridos, no desde el esófago, no con las entrañas hechas un nudo ni no con las sienes apretadas–. Lloré sin hacer un solo gesto, un solo ruido, con esas lágrimas gordas que caen de tres en tres, incesantes, y mojan toda la cara, y siguen su camino por la barbilla, y ruedan hasta anidarse en el pecho.
Seguiré festejando sus cumpleaños con pastel y velitas. Recordaré, entre otras cosas, cuando esperó junto a la ventana durante días a que mi papá regresara del hospital; cuando avisó –con sus ladridos bien afilados– que mi mamá se había desmayado; cuando corrió por mis papás porque me había tomado un frasco de pastillas para dormir, en mis ya famosas épocas de escuincla revoltosa. Pienso en retrospectiva: Rana esperó a que yo abandonara el nido y, con él, muchos de mis miedos; esperó a que madurara, a que tomara decisiones importantes, a que me casara y a que superara el mes más difícil que he vivido en lo que va de este año. Dejó de ser mi refugio para ser sólo mi amor. Me dejó fuerte: con promesas que hice y que cumpliré en su memoria. Me heredó –ademas– sus tremendos huevos y su alegría. Estoy aprendiendo a usar lo primero. Lo segundo, bueno, es cuestión de irlo desenvolviendo, despacio, como un paquete cuya envoltura es tan hermosa que no se puede rasgar ni romper; que se debe tratar con mucho cuidado porque su contenido es aún más bello que su fachada. No sé si el decir que nunca más tendré un perrito me coloca en la etapa de negación, pero es algo que ya he decidido. No sé en qué pinche etapa estoy siquiera o si ya había vivido este duelo, con anterioridad, de otra manera. No sé que sigue. Bueno, sí, de hecho sí –al menos por ahora–: esta canción que le dediqué un día, en uno de los tantos bailes que nos echamos bien pegaditas la una a la otra –en mi cuarto–, con la música a todo volumen y la puerta cerrada.
Anita que padre homenaje a Ranita, no puedo parar de llorar! Entiendo tu vacio, no hay mas que el tiempo y su consuelo y resignacion. Tengo el corazon apachurrado. Un abrazo fuerte😘
Gracias, Rox. Te mando mil besos. 🙂
Es una texto precioso y lleno de amor, un perfecto homenaje para un ser que siempre llevarás contigo y la prueba de que los perros no solo son mascotas u animales, sino son hijos y hermanos cuando se les trata como se merecen.
Muchísimas gracias por tus palabras y por la empatía. Siento calientito el corazón.
no te conozco, pero que hermosa manera de expresarte por un ser como son ellos, que se dan sin condición y siempre están ahí para uno. un abrazo.
Muchas gracias. Nada como las palabras de la gente que uno no conoce, pero que siente a través de lo que escribo. Un abrazo.