
Días en los que evito pensar de más y cuento hasta 300 desde el momento en el que piso la ducha; me friego el cuero en automático y me concentro, únicamente, en perfeccionar la técnica para quedar limpia en cinco minutos. Aplico champú, acondicionador, jabón para el rostro, exfoliante, jabón líquido para el cuerpo, gel vaginal. Si le imprimo velocidad a mis movimientos me alcanza para un lavado de dientes exprés. El agua cae que cuece un huevo. Cierro la llave de golpe, pues si el agua llegara a hacer contacto con mi piel a una temperatura más baja, activaría lo que hoy sólo yace y se mantiene inerte con el calor; eso a lo que, al menos por ahora, le he quitado el nombre. Piel húmeda. Crema humectante. Vapores de naproxeno. Yo, rodeada del tipo de niebla que impide ver, ésa que esconde paisajes y vacas muertas sin hacer distinciones; que hace del espejo un muro; de los ojos un par de canicas. Y no sabe joder.
Llevo días cubriéndome con un suéter negro que va siempre colgado en el extremo derecho del armario. Al ser dos tallas más grande que la mía permite que me expanda con libertad: así es como de un segundo a otro me adhiero a los intestinos del perro que cuida la puerta y ocupo cada hoja de los libros de la biblioteca que construyó el abuelo; me cuelo por las paredes del cuarto principal: ya no tengo curiosidad de probar su relleno algodonado, ése que hay debajo de las vesículas de pintura, porque ahora el salitre soy yo. Soy la sábana encima de la sábana de las nueve camas que hay en esta casa y los cuerpos que la habitan duermen sobre mí. Cuando el suéter negro me cubre no existo.
Y, entonces –entre forma y forma– olvido cómo volver a donde no he sido más que burbujas dentro de una lata de soda o monedas de un peso en el fondo de la fuente donde aletean los estorninos. Nadie me escucha. Empiezo a cobrar conciencia de mis extremidades con una inmediatez que lleva colmillos: hay un latido en mi muslo derecho, siento un dolor agudo en los talones y en los dedos de los pies –hinchados, mas no expandidos como cuando se derriten aún con el tensor perfecto entre las cuerdas del Steinway & Sons que tocaba de niña–. Por primera vez en mucho tiempo me pesan las piernas. Me pesan porque sé que están ahí. Pronuncio débilmente, dueña de una ronquera que reconozco pero que no es mía, la palabra «corporalidad». Algo más punza, pero no logro localizar qué es ni adónde va. Sólo sé, en principio, que aquí estoy de nuevo: pienso en demasía, siento contrarreloj. Me muevo con un miedo terrible, no de abandonarme de nuevo y ser el azul de la falda de la mujer del cuadro de la pintora griega que adorna la sala de rombos, sino de pensar que en algún momento tendré que dejar de serlo.
Aplausos