Diario de una condesa sin tornillos · Uncategorized

Rollin’

Durante años estuve acostumbrada a irme a la cama a las diez de la noche. Cuando el despertador sonaba, a eso de las cinco, estaba más que dispuesta a salir a correr o a nadar durante un par de horas. La emoción que me embargaba era ridícula: cantaba frente al volante y llegaba al gimnasio antes que cualquiera. Pensar que alguien podía alcanzarme después de treinta minutos inmersa en un trance bruto –con el sudor aceitándome las piernas– era imposible. Al terminar mi rutina la gente me observaba y yo, con las mejillas color tomate, caminaba hasta la barra de jugos para pedir el menjurje de todos los días: perejil, té verde, limón y jengibre. «Terminé, cabrones. Y me voy a casa endorfinada hasta el bulbo raquídeo con la satisfacción de Carl Lewis y sus nueve oros olímpicos». Exageraba un poco (o un mucho, tal vez): me gustaba crear historias para rebasar las dos cifras con paso de liebre y me imaginaba compitiendo en eventos internacionales entre cientos de personas coreando mi nombre. Esto, el alma de teatrera, lo infinitamente dramática, lo intensa que puedo llegar a ser, viene de tiempo atrás: a los trece me aferraba a la almohada como si el relleno de plumas fuera el torso de Andrés Calamaro y empezaba con el monólogo de nuestro romance hasta quedarme dormida. Por ahí de los quince restregaba el cuerpo al cancel de la ducha, imaginando que besaba a insert his name here y mis tetas incipientes rozaban el cristal. ¿Precoz? Nah. Siempre he creído que la imaginación es una maravilla rechoncha y sucede que, en ese entonces, mis cuentos –escritos y recreados en soledad total– me hacían sentir Completa, con mayúscula.

Ahora, llevo casi un año durmiéndome pasada la media noche por razones indistintas; mi reloj biológico ya no responde como antes. Hoy, por ejemplo, escuché la alarma –ésa que ahora tengo que programar por fuerza– con los párpados sellados todavía. Ah, despertares lagañosos, blurry pains.

–Soñé que hacíamos un trío y me ponía…– le dije a C. con voz de tía fumadora, al tiempo que estiraba la espalda hasta escuchar cómo tronaban mis cervicales.

–¿Te ponía?, ¿en serio?

–Sí, me ponía, pero bien pinche celosa.

–Siento que deberíamos contemplarlo.

–Mhm, no sé, es posible; pero tenemos toda una vida para planear.

–La cosa es que hay que estar listos pronto.

–¿Para el trío?

–¿No dijiste que tenemos toda una vida para eso? Estar listos, pero para irnos al autódromo. Hoy nos toca rodar dos horas.

(Agh. Demasiados peros en un intercambio de menos de diez frases).

Lo siguiente que recuerdo después de nuestra conversación es el Periférico de madrugada –vacío– y yo de mal humor, en camino a mis diez vueltecitas: cuatro kilómetros y medio por cada una: cuarenta y cinco kilómetros por delante y una rodilla que, hasta el día de hoy, continúa protestando por más que la bese, y la vende, y la cubra, y le componga canciones, y la abrace, y le dé las gracias por existir después de cada clase de yoga, y le dedique quince minutos de frío y quince minutos de calor cuando me deshago en súplicas para que no me obligue a abandonar. De malas y con el abdomen inflamado, me rehusé a desayunar cualquier cosa que me llevara a mover la mandíbula más de tres veces: un trago de Yakult y una mordida de granola. Me percaté de que había olvidado el teléfono en el coche. Y los audífonos. Y, dicho sea de paso, la puta cabeza también.


Selfie
Fake smile

Primera vuelta. (Con el teléfono y los audífonos de C. «El nuevo disco de Jarabe de Palo está disponible», dice Spotify. Pues a darle play, a ver qué sale).

Una niña de aproximadamente diez años aprende a andar en dos ruedas a las cinco y media de la mañana. Supongo que su padre se activó mucho antes que mi cerebro vinagre y, no conforme con la desmañanada, ahora ayuda a su hija a moverse a 2 km/hr, mientras detiene la parte trasera de la bicicleta desvencijada y le da instrucciones que no alcanzo a escuchar. Me angustio un poco porque, de cierta manera, quisiera esperar a que la chavalilla tuviera control absoluto de ruedas y pedales. «Coño, niña, avíspate», susurro. Pero debo seguir: mi pobre instinto maternal y su poca falta de equilibrio alborotan mis jugos gástricos. Au revoir, chamacos.

Segunda vuelta:

Me llega Jarabe hasta el tímpano :

A mi novia le gustan las chicas.

Mi novia a mí me quiere un montón.

Mi novia tiene una amiga divina,

le gusta tanto como yo.

¿Qué es esto, Pau Donés?, ¿una especie de señal? Digo, el tonito mola hasta cierto punto, pero la letra, la escena en sí misma, la idea del trío no. Aún no. Al menos no a esta hora.

Tercera vuelta: Un señor con las pantorrillas de concreto trota a paso de tortuga, pero constante. Ay, la constancia, la perseverancia, la voluntad… Impresa en la camiseta que viste, alcanzo a leer: More than 50 years and still running stronger. «No soy nada», digo en voz bajita. Se me enchina el cuero al pensarlo e intento sacar el teléfono de la bolsa de mi chamarra; detengo el manubrio con una mano, me tambaleo. Tomo una foto movida, chueca y chaqueta, pero me emociona saber que él, como yo, no se raja por más que le cueste. Le doy a los pedales de mi Giant con la fuerza de los pedales de Wiggins en el Tour de France del 2012.

Power Walk
Still…

Cuarta vuelta: En las gradas de la puerta cinco alcanzo a ver a tres hombres que brincan escalón por escalón: estiran completamente las piernas al despegarse del suelo y aterrizan con las piernas dobladas. Son ranas saltando en perfecta sincronía, ágiles, Agalychnis callidryas que parecen de goma; que repiten el numerito hasta subir a la grada treinta y bajan de igual manera. Los ojos se me escurren al observar la escena, pierdo el balance e intento imaginarme haciendo lo mismo. Imposible, piernas peligro. Impensable, ancas malformación. Yo, renacuajo en fase tetrápoda.

Quinta vuelta: C. me interrumpe para decir que voy demasiado rápido y que, debido a la condición de mis rodillas, lo mejor es subirle a la resistencia y bajarle a la velocidad. Salgo del trance abruptamente: como si estuviera buceando en las profundidades y, de pronto, tuviera que subir a presión hasta la superficie. Estalla el pulmón que vivía en mi rótula derecha, ése que había puesto ahí, cuidadosa y armónicamente para rodar el día de hoy. Rompo a llorar y me detengo. ¿Cómo convertir las debilidades en fortalezas si me muevo con un cartílago que adelgaza cada vez que respiro?

–A la chingada, me voy a ir a comprar los zapatos Miu Miu que me probé la semana pasada. Sí, eso: a cubrir el sol con un dedo, a ponerle una tapa ajena a la olla. Puta madre, tan lindas mis piernas y tan infames mis rótulas.

Traigo las rodillas moradas. Las observo con detenimiento por unos segundos. Les tomo una fotografía: cualquiera podría pensar que las magulladuras son producto del entrenamiento riguroso al que me he sometido estas últimas semanas, pero no: todo es gracias al baile que protagonicé junto a un par de amigas la semana pasada. ¿La canción elegida? Dr. psiquiatra, de Gloria Trevi. Creo, tímidamente, que el resto se explica solo.

Saucony
Las pobres (y puteadas) protagonistas

Sexta vuelta: Pau es un genio: «Me alcanzó una bala tan perdida como yo», canta cerquita. Repeat. Repeat. Repeat.

Séptima vuelta: Gente que corre en jeans, con el pelo suelto –seco primero, crespo, húmedo, mojado después–. Un grupo de cabrones uniformados, enfundados en trajes simpáticos que, a mi parecer, pretenden emular el estilo de Juan Gris, se mueven en Cervélos a una velocidad inenarrable: guitarras y pipas cubren sus culos magros. Marchistas. Duplas con pants de terciopelo y tenis de plataforma que van a hacer ejercicio con bolsa de mano incluida. Hay de todo en este recinto. Me siento mejor. El asfalto rueda conmigo.

Giant
🙂

Octava vuelta: Intento fallido de unirme al pelotón. Eso sí, voy más ligera  y –sin temor a equivocarme– siento que haber puesto en práctica el consejo de C. me ha dado la energía de tres GUs. Qué diferencia esto de hacer las cosas bien. Lástima que de la técnica a la acción, en el a veces extenuante ejercicio de vivir, los pequeños cambios no sean tan sencillos como parecen o, en su defecto, sean apenas perceptibles.

Novena vuelta: Nota mental: comprar unas lycras especiales para andar en bicicleta. Me duele el culo. Me duele el culo. Me duele el culo.

Décima vuelta: Sale el sol e ilumina mi… ¡en la madre!, no traigo bloqueador. Arrugas. ¡Lo sé, mamá! Arrugas, manchas y todas esas  imperfecciones abominables que me pasarán la factura después de los treinta. ¡¿En qué momento olvidé el… BASTA. Sale el sol y el autódromo da vueltas por sí mismo: la inercia soy yo; luz, pájaros y demás clichés, e incluso un señor que abraza un árbol, revolucionan mis piernas. Sale el sol y veo que los cuarenta y cinco kilómetros se han convertido en cincuenta y uno. A la mierda el bloqueador: si pudiera sentir esta paz todos los días, recorrería el mundo con la cara y el cuerpo convertidos en uva pasa.

Mucho mejor :)
Mucho mejor 🙂

 

C.W.

 

 

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5 comentarios sobre “Rollin’

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