Vislumbro una mañana perfecta, el cielo luce despejado: apenas son las 9 de la mañana y el sol ya muestra un potencialísimo «agárrense, porque llevo bala». C. se despierta con ganas de salir a correr temprano y yo –sin pensar– le digo que sí. De pronto me doy cuenta de que el asunto podría complicarse, al menos para mis estándares, porque el día anterior consistió en flojera pura y de la buena: alberca, cervecitas, comida del mar, alberca otra vez, lectura (pobre, bastante pobre, debido al chacoteo) y alguno que otro cigarro –si no es que varios–. Siento un poco amenazada mi capacidad pulmonar, pero es imposible decirle que no a una buena sesión de adrenalina patrocinada por mis piernas: siempre ávidas de fortalecimiento, de ser más útiles que de costumbre y de deshacerse en kilómetros que rebasen las dos cifras. Especialmente en el Bello Puerto.
–La idea es correr en la playa. Descalzos.– comenta C. Yo, después de tan tremenda declaración, siento cómo el Jesús que llevaba en la boca por el hecho de haber aceptado hacer ejercicio en una superficie diferente, ahora me presiona hasta el lóbulo frontal del cerebro. «A la brasileña», pienso. «Con que no azote en la playa debido a un golpe de calor, todo bien».
–Dale, vamos. Me iniciaré corriendo en la playa. Sin tenis.– se me ocurre contestar.
«Dunas», vuelve a traicionarme el subconsciente. «Montículos en apariencia sólidos, donde voy a hundir mis patitas y a terminar exhausta, sin duda, a los 100 metros. San Ronaldinho, ilumíname».
Ya en el terreno de acción le pido a C. que se adelante, que vaya a su ritmo. Quedamos de vernos en una hora en el punto de inicio (imposible seguirle el paso a un Ironman. Mejor disfrutar que sufrir). Me pongo los audífonos, encojo y estiro los dedos sobre la arena húmeda. «Sabrosura», digo en voz alta. Empieza mi Workout Playlist: la música es mi aliada. En este preciso momento, todas las cosas ocupan su lugar ideal en el mundo.

El podómetro marca el kilómetro 7 y yo siento como si hubiera corrido medio maratón, pero los sprints musicales me salvan de cuando en cuando y, aunque de pronto me siento cansada, no paro; sólo le bajo un poco a la velocidad. Las olas me persiguen y yo les huyo frenéticamente: no es momento para refrescarme todavía.
Un personaje con cuerpo de Vin Diesel, enfundado en unos shorts dos tallas más chicas que la suya, pasa trotando a mi lado: erguido, trompudito, con un porte más que ensayado, de esos tan falsos que deberían prohibir. Lo bueno para él es que se siente bien galán, aunque yo sólo pueda pensar que cada vez hay menos sentido común en el mundo. ¡De verdad que existen los pectorales cegadores! O bueno, tal vez la insoportable soy yo y el problema real es que mi intolerancia mamatronic rebasa a la del común denominador de la población mundial. Minutos después escucho un comentario sobre mi culo y, muy en mis adentros, me río del cínico de la motoneta que permeó mis Able Planet blancos con su piropo. Volumen a tope: suena Mumford & Sons con «The Cave». Corre, Anita, corre.
Sin deberla ni temerla siento una flema que baila entre mi lengua y mis dientes. La necesidad de expulsarla es tremenda. ¿Cuántas veces me he puesto como loca después de ver a cualquiera escupir en la calle? Volteo para ver si alguien viene atrás de mí. «Me acercaré al mar?, ¿lo haré en la arena?, ¿y si en vez de lanzar un proyectil termino con un gallo mediocre escurriéndose por mi camiseta?». Corro un poco más y me encuentro con un castillito de arena: consta de cuatro torres –todas con almenas– y un puente más o menos derruido. Lo tomo como una señal: «Ándele, condesa, brinque su castillo y tráguese su gargajo con dignidad, que para escupir está el lavabo donde se cepilla los dientes».
C. viene de regreso. Me dice que le alegra que siga, aunque también se confiesa un poco sorprendido por mi resistencia, a pesar de que sabe que corro con regularidad. Yo, a él, lo veo enterito. Emprendo mi camino detrás suyo y me repito una vez más que no voy persiguiendo a nadie, sino haciendo algo que me apasiona. Apago de una vez por todas el podómetro. Por fin entiendo que no es lo mismo correr aquí que en la banda; si sigo midiendo mis pasos, lo único que lograré será atormentarme.

Me encuentro con un cordón lleno de banderines azules y blancos que delimita el terreno de uno de los condominios que da a la playa. Pienso en lo mucho que sufrieron los del Cruz Azul en la final contra el América. Pienso también que ese mismo pensamiento es una clara señal de que se me está yendo la olla debido al calor. Falta poco. Como primera meta me propongo avanzar lo más rápido posible hasta el final del cordón y las mentadas banderitas. Miro hacia abajo y acelero: imagino a Dios, con mayúscula, esperándome en la línea final. Trae puesto un Villebrequin con estampado de medusas y el pelo mojado, suelto, a la altura de los hombros. A sus pies, una hielera azul y un Gatorade sabor naranja en su mano derecha. Cumplo la primera meta y busco, con desesperación, las olas a las que en un principio les huí tanto. Me mojo los pies: el momento de caminar ha llegado.
C. viene de frente: regresó para decirme que ya pasó una hora y que va a adelantarse para comprarnos algo de beber. Me quito los audífonos y escucho el sonido del mar: si su vaivén es un elemento tan encabronadamente trillado es porque es encabronadamente hermoso también. «Sabrosura», repito una vez más. Saco el teléfono para apuntar algunas notas, ideas, frases sueltas. Empiezo a divagar: «Canijos brasileños, si es por este tipo de entrenamientos que parecen deslizarse entre nubes en cualquier terreno de juego, a cualquier altura, bajo cualquier condición climática».
Sin querer, camino hasta que me doy cuenta que estoy perdida. C. me hace señas con las manos desde lejos y volvemos al coche con los dedos de los pies ampollados de puritita felicidad. Nos reímos de lo despistada que puedo llegar a ser. Aunque bueno, mi terrible sentido de la ubicación forma parte de otra historia…
C.W.*
Buenísimo! Reí a carcajadas!
¡Eso me da todo el gusto del mundo! Gracias.