Diario de una condesa sin tornillos

Felix felicis

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Estoy en el Henry J. Beans del aeropuerto de Toluca tomando un café con leche que, además de costar treinta pesos sin refill, se ve más aguado que el culo de un viejo de noventa años. Supongo que ya lo habrán notado, pero prefiero aceptar públicamente que mi humor se tambalea sobre una cuerda floja: sólo me queda esperar a que crucemos juntos hasta el otro lado sin perder el equilibrio, evitando el porrazo estoicamente. La verdad es que todo esto es un mero trámite: no puedo más por llegar a Acapulco; sueño con ese momento.

Me pregunto si, de casualidad, ustedes tienen algún lugar que les brinde toda la paz que buscan con sólo imaginar que existe; incluso con sólo pronunciar su nombre. Ese lugar al que muchas personas nos largamos –porque seamos sinceros: no nos vamos, nos requetelargamos-, para olvidarnos y purificarnos de la mierda que a veces nos llega hasta las rodillas.

-Acapulco de Juárez. Náhuatl: acatl, poloa, co, «carrizo, destruir o arrastrar, lugar». Eufemismo de paz interior, de contacto conmigo misma, de lectura voraz y de mañanas de diez y hasta quince kilómetros «a bordo» de mis flamantes tenis amarillos. Felicidad.

En este puerto, desde los dos añitos, mis papás me inyectaron casi por vena la afición a Julio Iglesias, Kenny Rogers, el Cigala, Los Gypsy Kings y Cheb Mami. Pero ojo, esa música, según mis progenitores, se disfruta exclusivamente en Acapulco. Nada de escucharla en el DF una noche cualquiera: «No mames, no va. Ni al caso, güey», dice mi hermano muy educado en el tema, mientras yo, bastante animada ya por los tequilas, me aviento ‘Bamboleo’ a todo pulmón con vibrato incluido.

Lo mismo pasa con las margaritas a las doce del día, las partidas de Continental cuya entrada fijamos en cincuenta centavos, las comidas que más que comidas podrían ser cenas, y los cuatro hermanos Alanís siempre filosofando -entre sake bombs y abrazos chuecos-, sobre lo divertida que es la vida en familia. Claro, nuestra vida en familia sólo es perfecta en Acapulco: los cates en Mexicalpán de las Tunas son cosa de todos los días y desgastan tanto que dan risa.

En espacio de una hora estaré volando hacia mi tranquilidad: donde hago como que enamoro a un caballo Percherón mientras me baño, muy nietzscheanamente, sin temor a que piensen que he perdido otro tornillo. Donde me empanizo la cara con bloqueador del cien y pretendo que soy una hermosa geisha de dos a seis de la tarde. Donde me siento dueña de la ciudad que conocí cuando tenía cuarenta días de nacida y que cada vez que visito me recibe con ese particular viento: viento viejo conocido, viento tibio dispuesto a curar todos mis males.

CW*

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